Belleza perdida [trasfondo para ejército de Warhammer]
Los ojos de Nemrac se perdían entre las sombras de la tenebrosa estancia. Las telarañas y el polvo cubrían el escaso mobiliario de la habitación que desde hacía tiempo era su hogar, si a aquellas ruinas en medio de un bosque perdido se les podía llamar de tal manera. Un fuego inusitado brillaba en su mirada; las noticias de Odracir, el nigromante al que ella había seducido y convertido en esclavo años atrás, acerca de una muchacha que rondaba por las inmediaciones de las ruinas, la había perturbado. Y hacía demasiado tiempo que nada la emocionaba: la irrevocable vacuidad en su alma corrompida era cada vez mayor.
Empezó a sumirse en un extraño sueño, a dejarse llevar por la amarga presencia de los Recuerdos. La osadía de aquella intrusa le recordaba a ella misma cuando era joven y hermosa, cuando era humana y decidió enfrentarse a la Muerte adentrándose, a solas con su valentía, en las profundidades del Pináculo de Plata. Parecía estar viviendo de nuevo el momento en que se encontró con Neferata, la gran Reina. No sintió miedo, porque la Vida no le importaba en absoluto. Tampoco la Muerte la atraía. Todo esto Neferata, hermosa como la noche y aberrante encarnación de todo lo malvado, lo sabía muy bien. Por eso se apiadó de ella, admirada tal vez por aquel alarde de falta de respeto por la Vida. Por eso la convirtió en una más, en una No-muerta, en una hija de la Oscuridad.
Nemrac vivió durante décadas al servicio de Neferata, que la instruía en las artes de la Nigromancia y del combate. Aprendía deprisa, porque su alma era ya un cúmulo de perversión antes de convertirse en un ser no muerto. Se sintió, irónicamente, más viva que nunca: tenía poder, tenía riquezas y ahora era ella la que movía los hilos, cuando siempre, siendo humana, había sido una marioneta en manos de los hombres. La inmortalidad le complacía, pero aún había en ella un resquicio de humanidad: su impaciencia. Quiso hacerse con demasiado poder demasiado deprisa y esto lo advirtió Neferata.
Una noche de tormenta, mientras ambas compartían sus copas de sangre, Nemrac hizo un comentario acerca de la falta de decisión de Neferata. Ésta se levantó de su diván con un grito desgarrador que hizo temblar cielo y tierra. Sus ojos expresaban una ira infinita y sus manos parecían arder ante la insolencia de su esclava. Se acercó a ella y la agarró del cuello con extrema violencia, levantándola a un metro del suelo. Pronunció unas palabras arcaicas, de la antigua Nehekara, con una voz que parecía provenir del mismo infierno, y Nemrac cayó al suelo retorciéndose de dolor. Todos sus huesos crujían y sus músculos parecían desgarrarse; sus piernas se unieron formando una gruesa cola de serpiente, su rostro se deformó brutalmente y de su pelo nacieron culebras siseantes. Aún atormentada por el desbordado dolor de la mutación, Nemrac fue desterrada del Pináculo para siempre…
Abrió los ojos. Aquellos recuerdos la llenaban de rencor, de un deseo de venganza que era lo único que la conmovía. Nemrac se llevó las manos al rostro y palpó sus arrugas, su tez agrietada y chilló de impotencia: no podía derramar ni una sola lágrima. Ya no.
Mientras pensaba en todo aquello, escuchó un ruido de cascos. Una densa niebla empezó a envolverla y oyó un relincho a su izquierda. Volvió la mirada y entre la niebla apareció un majestuoso carruaje de color negro, tirado por dos corceles esqueléticos. El carruaje se detuvo a su lado y Okrah, por un instante, sintió miedo. Sentado, a las riendas, había una extraña figura envuelta en una túnica negra, armada con una enorme guadaña. Una mano huesuda apareció entre los ropajes y, silenciosamente, invitó a la joven a que subiera. La puerta se abrió, movida por alguna fuerza sobrenatural, y Okrah, desprendida ya de todo temor, subió al imponente carruaje.
Se sentía excitada. Sabía que aquel emisario había sido enviado por la vampiresa a la que buscaba y eso le indicaba que iba por el camino correcto. Tan emocionada estaba que no reparó en su compañero de viaje: un ataúd negro como la noche. Lo que sabría más tarde es que dentro descansaba un servidor de Nemrac, un vampiro al que ésta había resucitado de sus cenizas mediante un complicado ritual a cambio de su servidumbre. Tampoco reparó en los hambrientos lobos que corrían a ambos lados del carruaje, esperando una simple orden para devorar a aquella joven de carne tierna y sabrosa.
El carro se detuvo y la puerta se abrió de nuevo. Okrah salió a un patio desolado, cuya única vida aparente eran algunos rastrojos y una bandada de murciélagos que revoloteaban en las alturas. Avanzó unos metros hacia lo que parecía la entrada al interior de un gran mausoleo semiderruido y se paró. Por la puerta salieron, con paso marcial, varios esqueletos armados con lanzas y escudos y se colocaron a ambos lados de la entrada. Uno de ellos portaba un estandarte raído del que parecía emanar un extraño aura. Tras las esqueletos, de entre las sombras, apareció un hombre de mirada ceñuda y tez demacrada, ataviado con una túnica de tonos rojos y negros.
- Nemrac te espera – pronunció lacónicamente Odracir. Luego se dio la vuelta y se adentró en el mausoleo.
Mientras Okrah le seguía, escoltada por aquellos guerreros no-muertos, el nigromante pensaba en lo complacida que se sentiría su amada Nemrac por haberle conseguido una víctima tan joven y hermosa. De hecho, desde que había decidido (inconscientemente) poner su magia a servicio de Nemrac, solo vivía para complacerla. A Nemrac le divertía aquella ciega debilidad.
Mientras caminaban por los pasillos, Okrah se fijaba con fascinación en todo lo que había a su alrededor. Tenía la sensación de que la vigilaban y entonces advirtió que varias figuras aparecían entre las débiles luces de las antorchas. Parecían humanos, pero luego se dio cuenta de que su piel estaba descompuesta y sus ojos vacíos. Gemían sin cesar y estiraban los brazos hacia ella intentando agarrarla, pero la presencia del nigromante actuaba como una barrera invisible.
Más adelante, cuando hubo dejado atrás a los zombis, observó una escena sobrecogedora: varios seres aparentemente humanos, pero casi desnudos y de piel extremadamente pálida se peleaban por su comida: un torso humano, bañado en sangre. Okrah no pudo reprimir una mueca de asco cuando uno de ellos la miró y se relamió con ojos inexpresivos.
Aún estaba aturdida cuando, unos metros más allá, escuchó un lamento. Al principio creyó que se trataba de alguna doncella cautiva en aquel complejo de horror y decadencia, pero el llanto se afinó y se agudizó hasta convertirse en un espeluznante chillido.
- ¿Quién es? - se atrevió a preguntar.
- Agatha, la Doncella Espectral – respondió el mago sin mirarla.
Okrah supo que no debía preguntar más.
Una tenue luz iluminaba la estancia. Odracir se retiró acompañado de su escolta y Okrah se paseó lentamente entre el bosque de columnas de piedra. Oyó un siseo y luego un sonido como el que emite la cola de las serpientes de cascabel al agitarse. Su corazón empezó a latir deprisa y el sonido parecía provenir de varios sitios a la vez. Instintivamente aferró la empuñadura de su cimitarra con fuerza y una voz femenina retumbó en la sala:
- Eres valiente. ¿Acaso piensas matarme? Deberías saber que ya estoy muerta.
Okrah miró nerviosamente a su alrededor y pegó un brinco cuando, al girarse, se encontró con ella a tan solo un metro de distancia. Su mirada era fuego puro y denotaba una inteligencia excepcional. En su mano derecha portaba un arco y de su cinto colgaba una espada. A su espalda lucía un carcaj repleto de flechas, una de las cuales perteneció en otros tiempos a un explorador elfo bastante temerario y que ahora no era más que polvo.
- ¿A qué has venido, humana? - la voz de Nemrac, aunque femenina, era grave y siseante.
Okrah titubeó un momento y luego respondió, con decisión:
- Deseo unirme a ti.
- ¿Es morir lo que deseas? - la piedra de jade que colgaba de su cuello centelleó.
- Desprecio la vida – dijo lentamente Okrah con los dientes apretados.
Nemrac se deslizó moviendo su cola de serpiente, rodeando a la joven. La observó y dijo:
- Perderás tu belleza.
- La belleza es efímera, no es nada comparada con el poder de la inmortalidad.
La vampiresa esbozó una sonrisa gélida que estremeció a Okrah.
- Sí, el poder… - musitó Nemrac, mirando hacia el suelo. Luego miró de nuevo a la guerrera y sus ojos se convirtieron en ceniza ardiente. - Únete a mí, pues – y se abalanzó sobre ella a una velocidad inhumana. Mostró sus colmillos chorreantes de sangre y los clavó en la yugular de Okrah, que sintió su insoportable presión.
Y después...la oscuridad.
Y un inmenso placer.
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