Orión creía en las hadas.


    Orión creía en las Hadas. Jugaba con el Poder y trazaba líneas de luz en el aire. Soñaba con la Suerte y dormía. Al día siguiente aún veía dragones tras la puerta y contenía al aliento ante las farolas rotas. Su mundo era Su Mundo y, cuando volvía a casa, veía a sus padres retozar en la desesperanza y huía, lloraba y rezaba a las Estrellas. No era nada romántico, desde luego, ni ahora lo es. No era locura, aunque un escalofrío le recorría la espalda cuando cruzaba algunas puertas. Siempre creyó que no había vuelta atrás, que ya nada podía hacer por encontrar cierta armonía en su cosmos dividido. Sabía que tendría que elegir. Pero ahora...ahora duerme bajo las sábanas, con los ojos cosidos y las manos muertas, el estómago envuelto en humo y desidia. A veces da breves paseos por un parque asesino y piensa en cómo debería sentirse, en si es lícito emocionarse ante la belleza de un estanque verde plagado de mosquitos. Ya no habla con los árboles, ni da de comer a sus cuadernos. Orión está solo. 

    Un día me lo encontré, por casualidad, vagando entre libros con los bolsillos llenos de ansiedad. 
    - ¿Qué tal? – le pregunté intentando no mostrar interés. Estuvo a punto de pasar de largo. 
    - Bien, bien. Como siempre. Mirando libros. 
    - ¿Pero los lees? – cometí un error al intentar hacerme el gracioso. Cuando me comporto como si la vida fuera una novela me salen frases estúpidas. Me miró como si de repente se hubiera dado cuenta de que estaba allí. 
    - Lo intento. No tengo todo el tiempo que me gustaría. 
    - Ah, ¿que sigues estudiando? – y Orión hizo algo que recordaré siempre como uno de esos momentos honestos que escasean en la vida: se fue. 
    - Tengo mucha prisa, otro día hablamos más tranquilamente, ¿vale? 
    Supe que algo iba mal, que Orión se había perdido. Vi en su mirada una expresión perturbada, y me asusté. 

    Mi alma echó a correr hacia el piso de mi ex, y conseguí ahuyentar a la Muerte durante esa noche. Por la mañana, como siempre, mi ex se había marchado. “Algunos tienen una vida”, me dije, “eres un puto yonki de las caricias”. Me duché, me vestí y busque alguna nota. En la nevera había un yogur, y un trozo de pollo. “Vete”, leí en mi mente, “vete y no vuelvas más”. 

    Las ciudades tienen su propia naturaleza. Se visten de gala para asistir a la catástrofe y piensan que saben algo que los demás desconocen. Son prepotentes, autodestructivas y caóticas. Pero, a pesar de todo, no puedes prescindir de sus hojas en blanco. ¿En qué se convertirá la gente cuando sale de sus murallas? Aves errantes que buscan volver. Fantasmas con grilletes de vidrio. Ángeles desesperados por un último pecado. La última tentación. 

    Yo me dejaba embadurnar de cieno virtual por el gentío. Encontraba cierto placer en la agresión hacia mí mismo por aquellos días, y no me cansaba de repetir al espejo que sigo siendo yo, que no pasa nada, que así es como vive Todo el Mundo. Evidentemente me equivocaba. 

    Aquella noche se podía oler el perfume del césped mojado; sentí fugazmente la claridad de ideas en mi cabeza. El frío me llevaba en dirección opuesta a lo que yo me esforzaba por llamar “hogar”. Sabía que lo necesitaba. Últimamente necesito muchas cosas. Vivo casi invariablemente en la ansiedad, y mi corazón no late con verdaderas ganas. Siento decirles que no es depresión, si esperaban poder resumir mi alienación emocional en un término aceptable. La depresión se cura, pero mi espíritu, o lo que sea lo que ha dejado de brillar, vivirá insaciable eternamente. Eternamente. 

    Pero no es momento para decepciones. Sé que esperan la historia, lo que ocurrió, el desencadenante, un punto de interés, salir de mi mente y adentrarse en el verbo. Sé que quieren ser ustedes los protagonistas. Pues bien: esto es lo que pasó... 

    Pagué la entrada. Abrí la puerta doble. Me acerqué a la barra. Grité al camarero una cerveza, por favor. Pagué la cerveza. Me senté en un taburete y me bebí la cerveza. Estaba allí. Escuché la música y dejé que penetrara en mi conciencia fetal. Observé a los tíos bailando, moviéndose sin moverse, bailando sin bailar, riendo sin sonreír. Miré a las luces, vi la puerta de los servicios, miré las miradas (¡toc toc! ¿Se puede?) y me quedé mirando otra vez la puerta. Salté literalmente del taburete y me dejé llevar, dios mío, me dejé llevar, me ARRASTRÉ hacia lo inevitable. Más vale malo conocido...El mercado de la carne, lo llaman. El mercado de almas, diría yo. Elige tu diablo y alquílate. No es tu cuerpo lo que ofreces, sino tu soledad. Pierdes tu virginidad a cada segundo que pasa mientras tu cuerpo se convulsiona por el dolor, un tipo de dolor al que algunos llaman placer. Porque es efímero. Porque es consciente. Porque es el olvido previo a la más completa confusión. 

    Pero busqué en mi bolsillo y no había tinta. Y lo vi. Le vi. Estaba de pie, y utilizo el verbo estar por pura conveniencia. Sus ojos estaban hundidos en la oscuridad y la palidez de su cara reflejaba la perdición en forma humana. Dos cuerpos se retorcían como súcubos alrededor de su torso y lo atrapaban, tiraban de él hacia el abismo. La escena casi me hizo vomitar. 
    - Por el amor de dios, es un niño...- cuando aparté a Orión de las Sombras, el tiempo se detuvo, la escasa luz se concentró bajo mis pies, y mil ojos me juzgaron divertidos desde sus tronos de neón. 
    - Ey, ¿y tú quién eres, su madre? 
    - Fue él quien nos llamó. Ni que lo estuviéramos violando... 
    - Que os jodan – dije yo sin pensar, sin mirar, sin escuchar nada. Apoyé su brazo sobre mi cuello y pareció reconocerme, con los ojos turbios y la mirada oscilante. 
    - Eres tú...mi salvador... – empezó a reírse exageradamente, de un modo que me resultó terroríficamente excesivo. 

    Mientras salía del Infierno aún sentía el silencio a mis espaldas, la incredulidad de quien presencia una voluntad, un resquicio de realidad. Senté a mi amigo en el rincón más alejado, cerca de mí, y le traje un vaso de agua. Su cabeza era un péndulo rodeado de estrellas. Durante unos minutos le acaricié el pelo, le cogí de la mano y le susurré palabras que salían de mí como gotas de lluvia. 
    - Orión...qué estás haciendo...dime qué te pasa, por favor... 
    - Déjame...de verdad...déjame morir aquí... 
    - ¿Pero qué estás diciendo? Mírame. – le costaba detener sus pupilas sobre la superficie cromada de la mesa; yo sabía que de un momento a otro se derrumbaría.- No sé que problemas tendrás pero la solución no es esta. 
    Entonces me miró, los labios tambaleantes. 
    - ¿Ah, no? ¿Y cuál es? ¿Quieres decírmelo? – su voz mostraba la misma frialdad que en la librería; furiosa, amarga, derrotada. 
    - Si me dijeras lo que te pasa a lo mejor podría ayudarte. 
    - Deja de salvar el mundo, joder. Sálvate tú mismo y pasa de mí. Yo no te he pedido que me ayudes. 
    - Con palabras no. – Me quedé callado, observándole durante dos segundos. - ¿Es por lo de tus padres? ¿Vas mal de pasta? 
    - No lo entenderías – volvió a dirigir su mirada hacia las copas, pero algo me avisó de que estaba deseando hablar. 
    - Tal vez si intentas explicármelo pueda entenderte. 
    Pasaron unos segundos y no dijo nada. Suspiré y me acomodé en la silla, intentando expresar decepción. Es curioso, pero siempre mostramos más interés hacia aquellos que nos ignoran. Al fin habló, sin mirarme aún. 
    - ¿Tú te sientes solo? 
    - Continuamente. 
    - ¿Y cómo lo soportas? Quiero decir, ¿por qué te sientes solo? 
    Me sorprendió verme interrogado. Orión tiene esa capacidad para desviar la atención de sí mismo y pasar de víctima a juez, que solo las personas inteligentes y sensibles poseen. 
    - Pues...no sé...porque no tengo con quien compartir mi intimidad, supongo. Porque me encuentro desprotegido y vulnerable . Porque nadie me ayuda a elegir. 
    - Es que...no soporto esta vida. No le encuentro el sentido. No a la vida en general, sino a esto – le resultaba difícil articular las palabras, pero consiguió hacer un gesto con la cabeza para que mirara a mi alrededor. – Ni a mi trabajo, ni a vivir de alquiler, ni a internet, ni a fumar, ni a follar, ni siquiera ya a estudiar. Estoy cansado, Miguel, cansado de tener que luchar constantemente contra mí mismo y contra los demás. No aguanto más. 
    - Intenta separar los problemas, soluciona cada cosa en su momento. No te agobies. 
    "¿A quién quieres engañar? Sabes que sientes lo mismo, abrázalo y deja de comportarte como un misionero."
- Los separo, de verdad que sí. Pero no es suficiente. No es nada concreto, es...como si yo no tuviera nada que hacer aquí, y mi sitio estuviera en otra parte. 
    Sabía a dónde quería llegar. 
    - Quiero irme, Miguel. Irme bien lejos. Olvidarme de todo, empezar desde cero, mandar a la mierda todo lo que no me deja ser yo mismo. 
    - Vaya, pues parece que sí conservas algo de sentido común después de todo. ¿Y adónde quieres ir? ¿Crees de verdad que las cosas serán diferentes en otro sitio? 
    Clavó su mirada en la mía, y vi una seguridad en él que me recordó al Orión de hacía unos años. Supe que aún le quería, que nunca había dejado de quererle. A él como símbolo, como referente, como un personaje de cuento que siempre nos acompaña. 
    - Sí, lo creo. Lo creo con todas mis fuerzas. Pero tengo miedo. 
    - ¿Miedo a qué? ¿A quedarte tirado? 
    - A perderme para siempre. 
    Nos miramos por primera vez en varios años. Vi su sangre fluyendo y el corazón bombeando con violencia, la tristeza de sus párpados, las manos vacilantes, el pelo revuelto, la marca indeleble de la Vida. 
    - Cariño... 
    Y me abrazó, y se deshizo en llanto; un llanto infantil que penetró en mi memoria y destruyó algo en mí, algo que ya era frágil pero que nunca hasta ese momento había conseguido identificar. Lloré con él, por él y para él, y la noche se tornó cálida como el arrullo de una canción de cuna. 

    Ayer recibí una carta suya. Abrí el sobre con impaciencia y me entregué a la lectura degustando cada palabra. Seguía en Berlín, compartiendo piso con su actual pareja y otra compañera. Tenía dos trabajos con los que llegaba a fin de mes. Y había vuelto a escribir. Doblé la carta y permanecí en silencio, tumbado sobre la cama, sin pensar en nada. Habían pasado tres años desde aquella noche y a veces, en sueños, escuchaba su llanto desolado y su pecho latiendo contra el mío. Leí el último párrafo: 

    “A todos nos llega nuestro momento. Nos pasamos la vida contando los minutos, esperando a que ocurra algo que haga temblar nuestra existencia, y un día nos damos cuenta de que la llave de la jaula estaba en nuestra mano. Siempre estuvo ahí. No soy más feliz por haberme ido, sino por haber llegado a algún sitio. Ahora me doy cuenta de la importancia del viaje. No se trataba de huir, sino de sobrevivir. Tanto hubiera dado aquí que en cualquier otro sitio: lo importante era salirme de mí mismo, reconciliarme con el espejo, encontrar mi propia voz. Mi instinto me decía que no podría hacerlo bajo la presión de la costumbre. Una sola mirada de desprecio podía hundirme, y yo me despreciaba. Aquí soy mi propio juez, yo soy el que lucha por mantener el rumbo cuando las cosas se ponen feas. No oculto quién soy ni lo que busco en los demás. Tú, aunque no lo recuerdes, me enseñaste a pensar no en el qué, sino en el cómo. No son las experiencias las que te cambian, sino cómo las vives. Vuelvo a tener ilusión y lo digo con orgullo, con valentía, porque nada es más valioso en la vida que disfrutarla. Simplemente. 

Gracias por ser Tú Conmigo siempre: 

Orión”

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