La inmutable contradicción (trasfondo de un personaje de Changeling: El ensueño)
Se despertó sobresaltado. Un sudor frío
le resbalaba por la frente y sus manos sudorosas buscaron a tientas
el interruptor de su vieja lámpara. La luz le cegó fugazmente y sus
pupilas se contrajeron con violencia, mientras Juan intentaba, en
vano, recordar la terrible pesadilla que se había apoderado de su
Mente mientras dormía. Permaneció tumbado, boca arriba, fijando su
mirada en el vacío del techo. Poco a poco su respiración volvió al
ritmo habitual y Juan pensó inmediatamente en lo mucho que le
costaría levantarse de la cama. ¿Qué hora era? El
radio-despertador en forma de oso marcaba las cinco de la mañana; ya
no valía la pena intentar dormirse de nuevo.
Se
frotó la cara con las manos, suspiró con fuerza y apartó las
sábanas. El frío le invadió como un punzón afilado y corrió
hacia la ducha. ¿Dónde había dejado el albornoz? “Albornoz”
venía del árabe, pensó, y recordó que esa tarde tenía clase con
Hamed. Se movió lentamente hacia el baño. Abrió el pequeño
armario ubicado encima del lavabo y buscó sus pastillas, sus
malditas pastillas. ¿Cuánto hacía que había empezado a tomarlas?
Un año, más o menos, cuando tenía diecinueve. Un año intenso,
cargado de experiencias inolvidables: algunas positivas, otras
negativas. Pero, al fin y al cabo, el Bien y el Mal rozaban la misma
línea invisible. Había aprendido de aquellas experiencias y eso era
lo importante.
Cerró
el armario con espejo y allí estaba su rostro: demacrado, pálido,
antiguo. Observó fijamente sus enormes ojos color esmeralda y un
escalofrío recorrió su espalda. ¿Dónde estaba aquel Juan de hacía
dos años, tan vital, tan optimista, tan...equilibrado? Tal vez
hubiera sido todo una argucia del Destino y él era una marioneta que
no conocía los verdaderos designios de ese Poder Superior. Tal vez
todo había salido tal y como debía (¿qué hora era?) y el solo
podía limitarse a aceptarlo. Abrió el grifo del agua fría mientras
negaba en silencio, preguntándose por qué demonios se comía tanto
la cabeza a esas horas de la mañana.
Al
cabo de una hora ya estaba listo. Se había duchado, había
desayunado con voracidad (esas pastillas…) y ya se preparaba para
salir. Buscó el paquete de Nobel, se sentó en el sofá y practicó
el breve ritual de encender un cigarro. Observó el humo con envidia.
¡Qué inmortal, qué bella danza realizaba antes de disiparse y ser
parte del Todo! Pensó en su vida. Trabajaba, estudiaba, tenía
amigos y amigas de verdad. Pero algo fallaba. Algo en su interior
gritaba, pugnaba por escapar de su prisión de carne y huesos. Se
sentía solo, muy solo, y ese sentimiento parecía anclado en la
Nostalgia del Pasado y del Futuro. Aún así, a pesar del inevitable
peso de las oportunidades desperdiciadas, Juan vivía el momento con
toda intensidad. Se había pasado una semana casi enclaustrado,
leyendo con verdadera Pasión y ansía de Conocimiento. La tumba
de Tutankhamon, Lolita y El sabueso de los Baskerville,
su última adquisición de las aventuras de Sherlock Holmes, su héroe
de ficción favorito. Le encantaba esa ambientación romántica y
oscura de la época victoriana y no pocas veces se imaginaba paseando
de noche entre las callejuelas londinenses difuminadas por la niebla.
También había leído por tercera vez La historia
interminable, su novela
predilecta, que cada vez que la leía le parecía más mágica, más
cargada de metáforas y de vida.
La ceniza le cayó en el pantalón. Sus
habituales ensimismamientos causaban, a veces, pequeños accidentes
como ese. ¿Qué hora era? Las ocho menos diez: otra vez llegaría
tarde al trabajo. Definitivamente, la puntualidad no era su fuerte…
* * *
- Juan - hubo una breve pausa -.
Juan...¡Juan!
- ¿Sí? Ah, perdona, estaba en la parra.
-
Para variar - soltó el encargado, divertido -. Bueno, mira, saca
del almacén tres de X – Men,
dos de Hulk y un
Necronomicón.
Juan asintió y observó a Iván, su
jefe, mientras se daba la vuelta y andaba hacia la caja. Sus pasos
eran elegantes, armoniosos. Su cuerpo estilizado y su rostro de
rasgos femeninos le convertían en un hombre realmente atractivo.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Iván se volvió y le
sonrió.
-
¡Venga! - le apremió.
Juan hizo lo que se le había ordenado
y, mientras contemplaba fascinado las ilustraciones de H.R.Giger,
entró en la tienda...ella. Juan resopló, preparándose para lo
peor.
- ¡Buenas! - exclamó la muchacha con
voz de falsete.
- No sé qué tienen de buenas –
replicó Juan sin mirarla.
- Pasaba por aquí – alargó la “i”
más de lo soportable - y me he dicho : “¡Voy a visitar a esos
dos preciosos ojos verdes!”.
- Pues aquí los tienes – dijo Juan
desafiante y clavó su mirada en la de ella. La muchacha se ruborizó
y apartó la mirada. Juan volvió a su faena. Silencio.
-
¿Sabes? - lanzó la chica -.
El otro día ligué con un chaval...bueno, estaba como quería. Pero
ya sabes que yo no busco eso. Lo importante es el interior de la
persona.
Juan
se volvió hacia ella. Era una chica de esas que la mayoría
encontraría irresistible, de pelo rojo, ojos azules y curvas
perfectamente simétricas. Pero estaba vacía y Juan decidió, de una
vez por todas, acabar con aquellas visitas tediosas que se repetían
desde hacía dos meses.
-
¿A qué te refieres
exactamente con “el interior” – inquirió. Ella pareció
sorprendida.
- Ya sabes...bueno, la personalidad y eso
– se vio acorralada y, de repente, creyó encontrar la respuesta
que Juan esperaba -. Tú, por ejemplo. Eres simpático, amable,
interesante…
Juan río para sí. Que él recordara,
nunca se había comportado así con ella. De hecho, nunca había
cruzado con ella más de dos frases. En ese momento se dio cuenta de
que Iván les observaba, con una media sonrisa, apoyado en el
mostrador. “¿Está celoso?”, pensó. Volvió su mirada a la
chica.
- Mira – comenzó, mesándose la
perilla y dejando un breve momento de silencio como preludio de su
incipiente discurso -. No me conoces. Sabes mi nombre porque se lo
preguntaste a mi jefe, pero el nombre es solo la forma. El contenido
no lo conoces ni creo que realmente tengas ganas de hacerlo. Para ti
soy solo dos ojos verdes y no me considero una enciclopedia que se
venda por fascículos. Así que, si lo que quieres es mostrarme ante
tus amigas como si fuera tu exótico esclavo, te equivocas de persona
-. La miraba fijamente y ella parecía a punto de llorar, los ojos
vidriosos. No tuvo compasión -. Por otro lado, no creo que realmente
sepas lo que quieres. Cuando lo sepas, házmelo saber.
Ella parecía extremadamente consternada
y Juan pensó al instante que quizá se había pasado. Reaccionó
deprisa:
- Dicho de otra forma – retomó la
palabra con un tono algo más suave, conciliador -, no creo que yo
pueda darte lo que realmente quieres, ni tú a mí. Quizá algún día
podamos ser amigos.
La chica permanecía con la boca
abierta.
- ¡Uf! - se peinó lentamente hacia
atrás con la mano -. Oye...mejor me paso otro día, ¿vale?
- Vale – Juan sonrío, condescendiente.
- Adiós – y se marchó casi al trote,
tropezando torpemente con algunos cómics.
- Adiós – dijo casi para sí Juan,
pero ella ya no le oía.
Iván se acercó.
- ¿Por fin te has deshecho de ella? - no
había asomo de emoción en aquella pregunta.
- Es solo una chiquilla que ve demasiado
Los vigilantes de la playa – respondió mirando aún hacia la
puerta.
- Y tú eres su vigilante, ¿no? -
concluyó, casi riendo.
Juan
acalló en su mente y en su estómago la incipiente sensación de que
había hecho algo terrible.
-
Algo así – dijo, sin alegría.
*
* *
Mientras
le quitaba la cadena a la bici, en cuclillas, con el cigarro pegado
al labio, Juan vio de reojo cómo Iván, que acababa de echar el
cierre, se acercaba con determinación.
-
¿Te apetece tomar algo? - le preguntó a Juan sin preámbulos.
-
¿Es una proposición? - de su jefe siempre esperaba sarcasmos o
segundas intenciones.
-
Del todo indecente – entornó los ojos en actitud deliberadamente
seductora. A veces era gracioso. Rara vez.
-
De
verdad que me gustaría – resopló al fin Juan mientras se
incorporaba y sujetaba el manillar -, pero he quedado ya con una
amiga. Es que hoy no tengo clase.
-
¿Una amiga? - de nuevo, intentaba ser gracioso, pero la repentina
ansiedad era palpable.
-
Sí, eso he dicho – afirmó Juan, a quien divertía e irritaba a
partes iguales la inquietud adolescente de un hombre que ya rozaba la
treintena.
Se
quedaron mirándose en silencio durante un par de segundos,
fijamente. Desde luego, se atraían mutuamente, pero era un
sentimiento amorfo y volátil.
-
Psicología, ¿no? - preguntó Iván de sopetón, sin dejar de mirar
a Juan.
-
¿Cómo?
-
Qué estudias Psicología, me dijiste.
-
¡Ah! - pareció volver de algún planeta lejano -. Sí, estoy en
primero.
-
¿Es verdad que el amor no es otra cosa que un conjunto de reacciones
químicas? - preguntó con verdadero interés.
Juan
se apoyó en el manillar.
-
Eso dice el reduccionismo. Pero decir que el amor “no es más que”
química equivale a asegurar que la música es “únicamente” las
notas que la componen.
Iván
desvió la vista hacia arriba y asintió, convencido.
-
Para mí el amor – prosiguió Juan -, es el sentimiento más
elevado. Amar de verdad es algo espontáneo, natural. Amar a una
madre, a un amigo o a un libro o, mejor aún, amar la vida, es
verdaderamente raro hoy en día.
-
Creo que confundes amor con amistad o con fe – aportó Iván,
cruzando los brazos.
-
Para mí son la misma cosa. Cuando la gente dice que el amor es lo
más importante, se suelen referir a un tipo de relación de
dependencia con una persona que les resulta sexualmente atractiva y a
la que atribuyen cualidades que no son reales – en este punto, Iván
miraba a través de él y Juan sospechó que ya había perdido el
hilo -. No, para mí el amor es pansexual, eterno, mientras dura, y
nada exclusivo. Procuro que mi amor esté bien repartido para no caer
en el error de la necesidad.
-
Joder – bufó Iván, buscando el paquete de tabaco -. Me parece que
me he perdido.
Juan
río sinceramente por primera vez en mucho tiempo e Iván le miró
atónito mientras encendía su cigarro. Juan paró de reír en cuanto
se dio cuenta de su propia reacción, a
todas luces humillante.
Intentó
restarle importancia:
-
Algún día te explicaré mi teoría de las espirales.
-
A ver si es verdad – culminó Iván, ya sin emoción.
Juan
subió a su bici con agilidad.
-
Venga, ¡nos vemos el lunes!
-
Adeu, adeu…
*
* *
Juan
bebió
un último sorbo y dejó el tercio en la mesa. Decidió sonreir
a la chica que
le miraba desde hacía rato, sentada en la barra,
y
ya estaba haciendo el ademán de levantarse cuando
unas pequeñas manitas taparon su visión.
-
¿Quién soy? - chilló una voz aguda.
-
¿Campanilla? - adivinó Juan.
-
Frío.
-
¿Rosalía de Castro? - y el silencio se hizo durante dos segundos.
-
¿Quién
es esa? - río la vocecilla.
Juan
se desembarazó de ella con rapidez y se dio la vuelta.
-
¡Ven aquí, pequeñaja! - y aupó a la niña. La abrazó en el aire
y besó sus mofletes sonrosados varias veces, como hacían algunas
abuelas, y ella rió a carcajadas.
-
¡Has venido! - sus ojos verdes resplandecían y el largo pelo
rizado, negro como el tizón, se le enmarañó en la boca.
-
Te
lo prometí, ¿no?
-
Sí, pero como tienes tan poca memoria...- esto sonó a tímido
reproche.
-
No es que tenga poca memoria; es que la que tengo siempre está en
varios sitios a la vez – Juan atacó con un dedo a su barriguita
como si fuera un estoque y ella soltó una risilla nerviosa. Le
hablaba a media voz, casi en un susurro, como si temiera romper su
belleza de ninfa si hablaba más alto -. Ven,
vamos a sentarnos en aquella mesa y
te invito a un zumo.
La
cogió de su mano regordeta y se sentaron en el extremo opuesto,
frente a la puerta. Era su rincón favorito del Café
de las Horas:
uno de los lugares a los que acudía en busca de paz y, en ocasiones,
inspiración. Siempre buscaba las esquinas en los bares y se sentaba
de espaldas a la pared, de forma que su ángulo de visión pudiera
abarcar todo el establecimiento. Le apasionaba observar a la gente e
intentar adivinar lo que anidaba en sus mentes.
-
¡Juan, que te están hablando! - la niña sacudió su brazo riendo.
-
Ah, sí, perdón – se dirigió al chico de rasgos indios, que
esperaba respuesta a una pregunta que éste ni siquiera había oído
-. Un zumo de naranja y otra cerveza.
-
Enseguida – su acento le hacía aún más atractivo.
Juan
miró de hito en hito a la pequeña. Sus
ropas sucias y desgastadas y su cara oscurecida por la mugre
contrastaban con su inquisidora mirada. La niña parecía absorber
literalmente con sus enorme ojos brillantes todo lo que observaba a
su alrededor.
-
¿A qué no sabes qué día es hoy? - preguntó la niña mientras
jugaba con la pulsera de Juan.
Éste
se reclinó en su silla y, mesándose la perilla de forma teatral y
entornando los ojos, pensativo, soltó:
-
¿San Valentín?
-
No, tonto – dijo la niña riendo entre dientes.
-
No sé...- confesó lentamente, mirando a todas partes, buscando la
respuesta en algún lugar a la vista -. Ya sabes que el tiempo y el
espacio siguen siendo un misterio para mí.
El
rostro de la chiquilla fue pasando del entusiasmo a la más profunda
tristeza, sin brusquedad, y apesadumbrada y mirando a la mesa,
musitó:
-
Ya sabía yo que no te acordarías.
A
Juan le dio tanta lástima que decidió no alargar más la comedia.
Sacó un paquete de su zurrón verde, abarrotado de chapas, y se lo
acercó a la niña sobre la mesa.
-
Feliz cumpleaños, Alicia.
Ella
abrió los ojos como platos y una enorme sonrisa afloró en sus
labios. Excitada, rasgó el papel, también de color verde, y
encontró entre sus pequeñas manos un libro de tapas en color
turquesa.
-
Alicia...en el...país...de las...ma...mara...vi...llas – silabeó
sin mucha dificultad.
-
Ahora
que ya sabes leer – explicó Juan -, qué mejor regalo que éste.
Aunque
la niña estaba visiblemente contenta, también parecía expectante.
Juan sabía que esperaba otra cosa.
-
También te he traído esto – y le entregó en la mano una flauta
de Pan, de brillante ébano, bellamente adornada con símbolos
celtas.
-
¡Qué guay! - se levantó de la silla de un salto de pura emoción y
observó durante unos segundos la flauta con sagrada admiración.
Saltó al cuello de Juan y le dio un sonoro beso en la mejilla.
-
¿Te gusta?
-
Pues claro, es preciosa – no paraba de mirarla, con los ojos fijos
en ella, como si fuera el mismísimo Anillo Único.
-
Es una flauta mágica – Alicia miró a Juan, muy seria -. Cuando la
tocas, todos los problemas se van y su música atrae a las hadas
desde su mundo invisible y bailan a tu alrededor protegiéndote de
todo sufrimiento.
-
¿De verdad? - susurró la niña, fascinada.
-
Y tanto – aseguró Juan. La mentira le parecía, por alguna razón,
mil veces más real que algunas verdades promulgadas por políticos y
obispos.
El
joven camarero llegó en ese momento con las bebidas.
-
Son quinientas -. Juan le entregó las monedas.
Como
otras veces, Alicia y Juan compartieron el silencio. La música de
jazz invitaba a relajarse y Juan se encendió un cigarro. Observó
durante unos minutos con atención a un chico y una chica que se
enzarzaban en una pelea discreta, en voz baja. Mientras tanto, Alicia
ojeaba su libro y recorría con sus profundos ojos las ilustraciones.
De repente, lo cerró y balanceó sus cortas piernas con nerviosismo,
hasta
que, por fin, habló.
-
No quiero volver a casa.
Juan
dirigió de nuevo la atención hacia su pequeña amiga. Cuando estaba
a punto de hablar, ella retomó su confesión:
-
Volvieron a discutir. Él volvió borracho otra vez y discutieron.
Oía sus gritos y él le pegaba y le pegaba y luego se fue dando un
portazo. Ella no paraba de llorar y luego se metió...la aguja
esa...¡Cómo los odio, a los dos! - sus
sollozos atrajeron la mirada de la pareja que discutía.
Juan
abrió los brazos y ella se apretó a él. Él la arropó con
lágrimas en los ojos, que se secó de inmediato antes de apartarla.
-
Tranquila, todo se va a arreglar, ya verás – y le acarició el
pelo mugriento y enredado -. Algún día, cuando seas mayor, podrás
trabajar y tener tu casa y entonces no tendrás que volver a verles.
O quizá mucho antes, ¿sigue yendo Rosa, la de Servicios Sociales? -
Alicia asintió -. Pero piensa que tu padre y tu madre, aunque no lo
creas, también sufren, porque solo viven para su droga y no conocen
otro tipo de vida – por su mente pasó una imagen de sí mismo
fumando, un cigarro tras otro, delante de la niña. Sacudió la
cabeza para expulsar la inesperada culpa de su cabeza -. Pero tú sí.
Sabes leer y pronto empezarás a saber muchas cosas y a conocer
gente. Unos intentarán venderte su mundo y a esos deberías
evitarlos. Otros solo querrán compartirlo contigo, sin esperar nada
a cambio y serán esas personas las que más te ayuden a madurar.
Alicia
respiraba ya con calma, absorta en la adormecedora voz de su amigo.
-
Y recuerda – prosiguió – que tú y solo tú eres dueña de tu
vida. Aunque a veces tengas que aguantar cosas que no quieres, tu
alma siempre podrá ser libre.
Alicia
lanzó un suspiro y Juan le acercó un Kleenex.
-
Venga, no llores más (no
llores tanto, eso es de niñas).
¿Por qué no llamas a las hadas?
-
¡Sí! - exclamó con repentino entusiasmo.
Juan
la aupó de vuelta a la silla y volvió a su posición de centinela.
Hizo ademán de encender otro cigarro, miró a Alicia y guardó el
paquete. Ésta
se llevó la flauta a los labios y empezó a tocar una melodía
dulce: era increíble el talento que tenía.
Juan
se fue sumiendo paulatinamente en un ensueño adormecedor y notó
otra vez esa sensación de que algo en su interior se rebelaba y
necesitaba ser expulsado a toda costa. Algo muy íntimo, tanto que ni
él mismo podía identificarlo. Supo en ese momento que necesitaba
bailar, olvidarse de sí mismo por un tiempo. Después de una semana
cultivando la mente, el cuerpo le pedía a gritos un poco de
atención.
¿Qué
hora era? Le pareció haberse dormido durante unos minutos, tan
profunda había sido su introversión. Pidió la hora al camarero y
esperó a que Alicia terminara de tocar para decirle que tenía que
irse.
-
Vas a salir esta noche, ¿no?
Juan
asintió.
-
Entonces no tienes que irte. Quieres irte, que no es lo mismo.
Juan
rió con ganas.
-
Desde luego, no se te escapa una – le dio un fuerte abrazo de oso
-. Sabes que siempre podrás contar conmigo, ¿verdad? - aún estaba
de rodillas, mirándola con una sonrisa.
-
Si en vez de diez años tuviera...- titubeó - ¿quince? ¿Serías mi
novio?
Juan
reprimió la risa y le respondió con ternura.
-
Ser amigos es lo mejor que podemos ser. Ya sabes…
-
Carpe Diem – completó ella, con orgullo.
*
* *
Mientras
pedaleaba hacia casa, por unos instantes se sintió realmente como el
conejo blanco que guiaba a Alicia por el País de las Maravillas y
casi podía sentir el tic-tac del gigantesco reloj que le apremiaba a
avanzar, siempre adelante, como si huyera de un enorme cocodrilo.
Aquella noche, cuya luna proyectaba sus sombras sobre las viejas casa
del barrio del Carmen, creando una atmósfera mágica y tenebrosa al
mismo tiempo, Juan olvidaría el pasado agridulce y el Futuro
incierto y se abandonaría a la pasión. “Carpe Diem, coño”, se
animó. “Carpe Diem”.
*
* *
Hacía
calor. Las luces de colores psicodélicos, la niebla artificial que
le provocaba un intenso picor en los ojos y el intenso olor a perfume
y sudor le mareaban y, al mismo tiempo, le inducian a un estado cuasi
hipnótico. Aunque no debía beber, por las pastillas, Juan se había
tomado ya otras tres cervezas. Esa anónima nostalgia que últimamente
le perseguía a todas partes se había ido disipando, abriendo paso
al olvido.
Se
acordó de Hamed, al que no había llamado para excusar su ausencia.
Se acordó fugazmente de su madre, no sabía por qué, y le entraron
ganas de llamarla a Barcelona, donde vivía desde hacía un año con
su nueva pareja. De su padre no sabía nada desde el divorcio. Éste
nunca se interesó por Juan y nunca lo haría (qué
culo tiene ese tío).
Sin embargo, a su madre, Latifa, sí la quería. Fue ella quien le
contaba antiguas leyendas egipcias, a la hora de dormir; quien le
enseñó sus primeras palabras en árabe; quien le había motivado
cuando éste se mostraba demasiado impaciente o le había dado
seguridad cuando sentía que caía de nuevo en el pozo (¿debería
liarme con Iván?).
Su
padre solo mostró indiferencia, frialdad y nunca le demostró afecto
de ningún tipo (¿y si
llamo a Susana?).
Una
gota de sudor le cayó en la nariz y decidió salir a que le diera el
aire. En la puerta se topó con Miguel, un ex. De forma casi
automática se dieron un pico.
-
¿Qué tal? - preguntó aquel con su característica sonrisa
perfecta.
-
Ni bien ni mal, sino todo lo contrario – alegó Juan.
Miguel
se apartó el flequillo de la cara con un soplido y miró a Juan de
arriba a abajo, con evidente rechazo.
-
Ya. Vale, ¡nos vemos!
Juan
le siguió con la mirada hasta que desapareció por la puerta. Frío.
Indiferente. Qué gran error cometió.
Decidió
dar una vuelta para despejarse. Empezó a caminar, algo orgulloso de
su impecable aspecto de esa noche. Se reconoció que, de vez en
cuando, le gustaba presumir. Pasó por delante de la Goulou,
donde una multitud de chicos se arremolinaba. Camisetas ajustadas,
perfume de Armani, pantalones de Género Masculino...Y si tuviera
rayos X posiblemente descubriría no menos de cincuenta boxers de
Calvin Klein. La frivolidad hacía realmente un buen negocio con
ellos. Alguno le silbó o hizo un comentario al verle pasar. Juan se
habría quedado allí, pero no creía que pudiera resistir más de
cinco minutos sus banales conversaciones.
Recorrió
la calle Alta, pasó por delante del Tisana,
del Johnny
Maracas,
de Fox Congo
y, por fin, se cansó y sentó sobre el capó de un R-11 rojo,
aparcado a la entrad del Welcome.
Durante su paseo se había encontrado con punkis, alternativos,
skaters, pijos, makineros y casi cualquier tribu urbana que se le
pudiera ocurrir. Lo que le gustaba del Carmen era precisamente
aquella mezcla de arquetipos, que parecían convivir sin problemas.
Lo que no le gustaba era que, a pesar de ello, no dejaban de ser
estereotipos. Él mismo había formado parte de los raros, los
frikis, los alternativos, los porreros, los gays e incluso frecuentó
durante algunos fines de semana Jardines
de Sal,
la catedral del pijerío, ante la insistencia de una amiga. Siempre
se había buscado a sí mismo en otros; creía que él, al mirarse al
espejo por las mañanas, podría identificarse, pero no fue así en
ninguno de esos grupos. El proceso de madurez era algo muy personal,
ajeno al Burger King,
a los videojuegos, a las pelis gore,
a las drogas o a los rollos de una noche. Esos grupos no habían sido
más que una madre virtual para él, como su ex: alguien o algo que
le proporcionaba un sentimiento artificial de seguridad, como un ala
que le protegiera del exterior. Pero le costó darse cuenta de que la
seguridad había que buscarla en uno mismo.
Juan
sintió que empezaba a deprimirse recordando todo aquello y decidió
volver a Venial.
Bailó, ligó, bebió más de la cuenta y al día siguiente creería
haberse enrrollado con un rubio alemán que parecía un clon de Nick Carter. A las seis de la mañana dormía profundamente…
*
* *
El
día siguiente lo dedicó a leer una guía turística sobre Egipto.
No podía remediar su obsesión por aquel país de hermosura
milenaria. Pensó de nuevo en su madre y en Hamed y en la nueva
tienda de artículos egipcios en la Plaza del Ayuntamiento. Fantaseó
con cómo sería el día en que visitara Giza y el Valle de los
Reyes. Fantaseó y fantaseó hasta que se cansó. Regó sus plantas,
se echó las cartas del Tarot (lo de siempre), practicó unas katas
de Tai-Chi, se duchó y se tumbó en el sofá. Mientras
se llevaba un cigarro a la boca, encendió la tele:
“...nuevo
atentado de ETA en…”
ZAP.
“...petróleo
derramado sobre el Atlántico. Mueren…”
ZAP.
“...la
tasa de desempleo asciende…”
ZAP.
“...reduce
tus michelines con el nuevo Abdominator…”
¡CLIC!
Dios,
cómo está el mundo.
Juan
cerró los ojos e intentó dejar su mente en blanco. Aún sentía
leves punzadas en el hígado de tanto tequila con kiwi. Se había
pasado: no recordaba muy bien cómo había vuelto hasta casa.
Seguramente alguien le acompañó. ¿Por qué era siempre tan
extremista? O amor o conocimiento, o acción o pensamiento, o pasado
o futuro, o risa o llanto. En pocas ocasiones había sentido
realmente ese equilibrio (si acaso al escribir alguno de sus poemas),
ese término medio aristotélico. No podía ser tan difícil
alcanzarlo. La filosofía Zen denominaba perfectamente lo que
anhelaba: la sonrisa interior.
Una
fuerza irresistible le empujó hacia el espejo de su cuarto. ¿Quién
era realmente? ¿Por qué todo le parecía tan banal últimamente?
Sintió otra vez ese hormigueo en el estómago y pensó que todo
saldría bien. Viajaría a Londres, a Egipto, quizá al Tibet...y ese
Ser que había despertado dentro de él se desperezaría y su reflejo
en el espejo no sería más que una sombra mortal. Juan sonrió. Se
metió en la cama.
Luz
y oscuridad. Miedo y esperanza.
Cerró
los ojos.
Vida
y muerte. Realidad y sueño.
Suspiró.
La
inmutable contradicción.
Comentarios
Publicar un comentario