La inmutable contradicción (trasfondo de un personaje de Changeling: El ensueño)

    Se despertó sobresaltado. Un sudor frío le resbalaba por la frente y sus manos sudorosas buscaron a tientas el interruptor de su vieja lámpara. La luz le cegó fugazmente y sus pupilas se contrajeron con violencia, mientras Juan intentaba, en vano, recordar la terrible pesadilla que se había apoderado de su Mente mientras dormía. Permaneció tumbado, boca arriba, fijando su mirada en el vacío del techo. Poco a poco su respiración volvió al ritmo habitual y Juan pensó inmediatamente en lo mucho que le costaría levantarse de la cama. ¿Qué hora era? El radio-despertador en forma de oso marcaba las cinco de la mañana; ya no valía la pena intentar dormirse de nuevo.
     Se frotó la cara con las manos, suspiró con fuerza y apartó las sábanas. El frío le invadió como un punzón afilado y corrió hacia la ducha. ¿Dónde había dejado el albornoz? “Albornoz” venía del árabe, pensó, y recordó que esa tarde tenía clase con Hamed. Se movió lentamente hacia el baño. Abrió el pequeño armario ubicado encima del lavabo y buscó sus pastillas, sus malditas pastillas. ¿Cuánto hacía que había empezado a tomarlas? Un año, más o menos, cuando tenía diecinueve. Un año intenso, cargado de experiencias inolvidables: algunas positivas, otras negativas. Pero, al fin y al cabo, el Bien y el Mal rozaban la misma línea invisible. Había aprendido de aquellas experiencias y eso era lo importante.
     Cerró el armario con espejo y allí estaba su rostro: demacrado, pálido, antiguo. Observó fijamente sus enormes ojos color esmeralda y un escalofrío recorrió su espalda. ¿Dónde estaba aquel Juan de hacía dos años, tan vital, tan optimista, tan...equilibrado? Tal vez hubiera sido todo una argucia del Destino y él era una marioneta que no conocía los verdaderos designios de ese Poder Superior. Tal vez todo había salido tal y como debía (¿qué hora era?) y el solo podía limitarse a aceptarlo. Abrió el grifo del agua fría mientras negaba en silencio, preguntándose por qué demonios se comía tanto la cabeza a esas horas de la mañana.

    Al cabo de una hora ya estaba listo. Se había duchado, había desayunado con voracidad (esas pastillas…) y ya se preparaba para salir. Buscó el paquete de Nobel, se sentó en el sofá y practicó el breve ritual de encender un cigarro. Observó el humo con envidia. ¡Qué inmortal, qué bella danza realizaba antes de disiparse y ser parte del Todo! Pensó en su vida. Trabajaba, estudiaba, tenía amigos y amigas de verdad. Pero algo fallaba. Algo en su interior gritaba, pugnaba por escapar de su prisión de carne y huesos. Se sentía solo, muy solo, y ese sentimiento parecía anclado en la Nostalgia del Pasado y del Futuro. Aún así, a pesar del inevitable peso de las oportunidades desperdiciadas, Juan vivía el momento con toda intensidad. Se había pasado una semana casi enclaustrado, leyendo con verdadera Pasión y ansía de Conocimiento. La tumba de Tutankhamon, Lolita y El sabueso de los Baskerville, su última adquisición de las aventuras de Sherlock Holmes, su héroe de ficción favorito. Le encantaba esa ambientación romántica y oscura de la época victoriana y no pocas veces se imaginaba paseando de noche entre las callejuelas londinenses difuminadas por la niebla. También había leído por tercera vez La historia interminable, su novela predilecta, que cada vez que la leía le parecía más mágica, más cargada de metáforas y de vida.
    La ceniza le cayó en el pantalón. Sus habituales ensimismamientos causaban, a veces, pequeños accidentes como ese. ¿Qué hora era? Las ocho menos diez: otra vez llegaría tarde al trabajo. Definitivamente, la puntualidad no era su fuerte…

* * *

- Juan - hubo una breve pausa -. Juan...¡Juan!
- ¿Sí? Ah, perdona, estaba en la parra.
- Para variar - soltó el encargado, divertido -. Bueno, mira, saca del almacén tres de X – Men, dos de Hulk y un Necronomicón.
    Juan asintió y observó a Iván, su jefe, mientras se daba la vuelta y andaba hacia la caja. Sus pasos eran elegantes, armoniosos. Su cuerpo estilizado y su rostro de rasgos femeninos le convertían en un hombre realmente atractivo. Como si le hubiera leído el pensamiento, Iván se volvió y le sonrió.
- ¡Venga! - le apremió.
    Juan hizo lo que se le había ordenado y, mientras contemplaba fascinado las ilustraciones de H.R.Giger, entró en la tienda...ella. Juan resopló, preparándose para lo peor.
- ¡Buenas! - exclamó la muchacha con voz de falsete.
- No sé qué tienen de buenas – replicó Juan sin mirarla.
- Pasaba por aquí – alargó la “i” más de lo soportable - y me he dicho : “¡Voy a visitar a esos dos preciosos ojos verdes!”.
- Pues aquí los tienes – dijo Juan desafiante y clavó su mirada en la de ella. La muchacha se ruborizó y apartó la mirada. Juan volvió a su faena. Silencio.
- ¿Sabes? - lanzó la chica -. El otro día ligué con un chaval...bueno, estaba como quería. Pero ya sabes que yo no busco eso. Lo importante es el interior de la persona.
    Juan se volvió hacia ella. Era una chica de esas que la mayoría encontraría irresistible, de pelo rojo, ojos azules y curvas perfectamente simétricas. Pero estaba vacía y Juan decidió, de una vez por todas, acabar con aquellas visitas tediosas que se repetían desde hacía dos meses.
- ¿A qué te refieres exactamente con “el interior” – inquirió. Ella pareció sorprendida.
- Ya sabes...bueno, la personalidad y eso – se vio acorralada y, de repente, creyó encontrar la respuesta que Juan esperaba -. Tú, por ejemplo. Eres simpático, amable, interesante…
    Juan río para sí. Que él recordara, nunca se había comportado así con ella. De hecho, nunca había cruzado con ella más de dos frases. En ese momento se dio cuenta de que Iván les observaba, con una media sonrisa, apoyado en el mostrador. “¿Está celoso?”, pensó. Volvió su mirada a la chica.
- Mira – comenzó, mesándose la perilla y dejando un breve momento de silencio como preludio de su incipiente discurso -. No me conoces. Sabes mi nombre porque se lo preguntaste a mi jefe, pero el nombre es solo la forma. El contenido no lo conoces ni creo que realmente tengas ganas de hacerlo. Para ti soy solo dos ojos verdes y no me considero una enciclopedia que se venda por fascículos. Así que, si lo que quieres es mostrarme ante tus amigas como si fuera tu exótico esclavo, te equivocas de persona -. La miraba fijamente y ella parecía a punto de llorar, los ojos vidriosos. No tuvo compasión -. Por otro lado, no creo que realmente sepas lo que quieres. Cuando lo sepas, házmelo saber.
    Ella parecía extremadamente consternada y Juan pensó al instante que quizá se había pasado. Reaccionó deprisa:
- Dicho de otra forma – retomó la palabra con un tono algo más suave, conciliador -, no creo que yo pueda darte lo que realmente quieres, ni tú a mí. Quizá algún día podamos ser amigos.
    La chica permanecía con la boca abierta.
- ¡Uf! - se peinó lentamente hacia atrás con la mano -. Oye...mejor me paso otro día, ¿vale?
- Vale – Juan sonrío, condescendiente.
- Adiós – y se marchó casi al trote, tropezando torpemente con algunos cómics.
- Adiós – dijo casi para sí Juan, pero ella ya no le oía.
    Iván se acercó.
- ¿Por fin te has deshecho de ella? - no había asomo de emoción en aquella pregunta.
- Es solo una chiquilla que ve demasiado Los vigilantes de la playa – respondió mirando aún hacia la puerta.
- Y tú eres su vigilante, ¿no? - concluyó, casi riendo.
    Juan acalló en su mente y en su estómago la incipiente sensación de que había hecho algo terrible.
- Algo así – dijo, sin alegría.

* * *

    Mientras le quitaba la cadena a la bici, en cuclillas, con el cigarro pegado al labio, Juan vio de reojo cómo Iván, que acababa de echar el cierre, se acercaba con determinación.
- ¿Te apetece tomar algo? - le preguntó a Juan sin preámbulos.
- ¿Es una proposición? - de su jefe siempre esperaba sarcasmos o segundas intenciones.
- Del todo indecente – entornó los ojos en actitud deliberadamente seductora. A veces era gracioso. Rara vez.
- De verdad que me gustaría – resopló al fin Juan mientras se incorporaba y sujetaba el manillar -, pero he quedado ya con una amiga. Es que hoy no tengo clase.
- ¿Una amiga? - de nuevo, intentaba ser gracioso, pero la repentina ansiedad era palpable.
- Sí, eso he dicho – afirmó Juan, a quien divertía e irritaba a partes iguales la inquietud adolescente de un hombre que ya rozaba la treintena.
    Se quedaron mirándose en silencio durante un par de segundos, fijamente. Desde luego, se atraían mutuamente, pero era un sentimiento amorfo y volátil.
- Psicología, ¿no? - preguntó Iván de sopetón, sin dejar de mirar a Juan.
- ¿Cómo?
- Qué estudias Psicología, me dijiste.
- ¡Ah! - pareció volver de algún planeta lejano -. Sí, estoy en primero.
- ¿Es verdad que el amor no es otra cosa que un conjunto de reacciones químicas? - preguntó con verdadero interés.
    Juan se apoyó en el manillar.
- Eso dice el reduccionismo. Pero decir que el amor “no es más que” química equivale a asegurar que la música es “únicamente” las notas que la componen.
    Iván desvió la vista hacia arriba y asintió, convencido.
- Para mí el amor – prosiguió Juan -, es el sentimiento más elevado. Amar de verdad es algo espontáneo, natural. Amar a una madre, a un amigo o a un libro o, mejor aún, amar la vida, es verdaderamente raro hoy en día.
- Creo que confundes amor con amistad o con fe – aportó Iván, cruzando los brazos.
- Para mí son la misma cosa. Cuando la gente dice que el amor es lo más importante, se suelen referir a un tipo de relación de dependencia con una persona que les resulta sexualmente atractiva y a la que atribuyen cualidades que no son reales – en este punto, Iván miraba a través de él y Juan sospechó que ya había perdido el hilo -. No, para mí el amor es pansexual, eterno, mientras dura, y nada exclusivo. Procuro que mi amor esté bien repartido para no caer en el error de la necesidad.
- Joder – bufó Iván, buscando el paquete de tabaco -. Me parece que me he perdido.
    Juan río sinceramente por primera vez en mucho tiempo e Iván le miró atónito mientras encendía su cigarro. Juan paró de reír en cuanto se dio cuenta de su propia reacción, a todas luces humillante. Intentó restarle importancia:
- Algún día te explicaré mi teoría de las espirales.
- A ver si es verdad – culminó Iván, ya sin emoción.
    Juan subió a su bici con agilidad.
- Venga, ¡nos vemos el lunes!
- Adeu, adeu…

* * *

    Juan bebió un último sorbo y dejó el tercio en la mesa. Decidió sonreir a la chica que le miraba desde hacía rato, sentada en la barra, y ya estaba haciendo el ademán de levantarse cuando unas pequeñas manitas taparon su visión.
- ¿Quién soy? - chilló una voz aguda.
- ¿Campanilla? - adivinó Juan.
- Frío.
- ¿Rosalía de Castro? - y el silencio se hizo durante dos segundos.
- ¿Quién es esa? - río la vocecilla.
    Juan se desembarazó de ella con rapidez y se dio la vuelta.
- ¡Ven aquí, pequeñaja! - y aupó a la niña. La abrazó en el aire y besó sus mofletes sonrosados varias veces, como hacían algunas abuelas, y ella rió a carcajadas.
- ¡Has venido! - sus ojos verdes resplandecían y el largo pelo rizado, negro como el tizón, se le enmarañó en la boca.
- Te lo prometí, ¿no?
- Sí, pero como tienes tan poca memoria...- esto sonó a tímido reproche.
- No es que tenga poca memoria; es que la que tengo siempre está en varios sitios a la vez – Juan atacó con un dedo a su barriguita como si fuera un estoque y ella soltó una risilla nerviosa. Le hablaba a media voz, casi en un susurro, como si temiera romper su belleza de ninfa si hablaba más alto -. Ven, vamos a sentarnos en aquella mesa y te invito a un zumo.
    La cogió de su mano regordeta y se sentaron en el extremo opuesto, frente a la puerta. Era su rincón favorito del Café de las Horas: uno de los lugares a los que acudía en busca de paz y, en ocasiones, inspiración. Siempre buscaba las esquinas en los bares y se sentaba de espaldas a la pared, de forma que su ángulo de visión pudiera abarcar todo el establecimiento. Le apasionaba observar a la gente e intentar adivinar lo que anidaba en sus mentes.
- ¡Juan, que te están hablando! - la niña sacudió su brazo riendo.
- Ah, sí, perdón – se dirigió al chico de rasgos indios, que esperaba respuesta a una pregunta que éste ni siquiera había oído -. Un zumo de naranja y otra cerveza.
- Enseguida – su acento le hacía aún más atractivo.
    Juan miró de hito en hito a la pequeña. Sus ropas sucias y desgastadas y su cara oscurecida por la mugre contrastaban con su inquisidora mirada. La niña parecía absorber literalmente con sus enorme ojos brillantes todo lo que observaba a su alrededor.
- ¿A qué no sabes qué día es hoy? - preguntó la niña mientras jugaba con la pulsera de Juan.
    Éste se reclinó en su silla y, mesándose la perilla de forma teatral y entornando los ojos, pensativo, soltó:
- ¿San Valentín?
- No, tonto – dijo la niña riendo entre dientes.
- No sé...- confesó lentamente, mirando a todas partes, buscando la respuesta en algún lugar a la vista -. Ya sabes que el tiempo y el espacio siguen siendo un misterio para mí.
    El rostro de la chiquilla fue pasando del entusiasmo a la más profunda tristeza, sin brusquedad, y apesadumbrada y mirando a la mesa, musitó:
- Ya sabía yo que no te acordarías.
    A Juan le dio tanta lástima que decidió no alargar más la comedia. Sacó un paquete de su zurrón verde, abarrotado de chapas, y se lo acercó a la niña sobre la mesa.
- Feliz cumpleaños, Alicia.
    Ella abrió los ojos como platos y una enorme sonrisa afloró en sus labios. Excitada, rasgó el papel, también de color verde, y encontró entre sus pequeñas manos un libro de tapas en color turquesa.
- Alicia...en el...país...de las...ma...mara...vi...llas – silabeó sin mucha dificultad.
- Ahora que ya sabes leer – explicó Juan -, qué mejor regalo que éste.
    Aunque la niña estaba visiblemente contenta, también parecía expectante. Juan sabía que esperaba otra cosa.
- También te he traído esto – y le entregó en la mano una flauta de Pan, de brillante ébano, bellamente adornada con símbolos celtas.
- ¡Qué guay! - se levantó de la silla de un salto de pura emoción y observó durante unos segundos la flauta con sagrada admiración. Saltó al cuello de Juan y le dio un sonoro beso en la mejilla.
- ¿Te gusta?
- Pues claro, es preciosa – no paraba de mirarla, con los ojos fijos en ella, como si fuera el mismísimo Anillo Único.
- Es una flauta mágica – Alicia miró a Juan, muy seria -. Cuando la tocas, todos los problemas se van y su música atrae a las hadas desde su mundo invisible y bailan a tu alrededor protegiéndote de todo sufrimiento.
- ¿De verdad? - susurró la niña, fascinada.
- Y tanto – aseguró Juan. La mentira le parecía, por alguna razón, mil veces más real que algunas verdades promulgadas por políticos y obispos.
    El joven camarero llegó en ese momento con las bebidas.
- Son quinientas -. Juan le entregó las monedas.
    
    Como otras veces, Alicia y Juan compartieron el silencio. La música de jazz invitaba a relajarse y Juan se encendió un cigarro. Observó durante unos minutos con atención a un chico y una chica que se enzarzaban en una pelea discreta, en voz baja. Mientras tanto, Alicia ojeaba su libro y recorría con sus profundos ojos las ilustraciones. De repente, lo cerró y balanceó sus cortas piernas con nerviosismo, hasta que, por fin, habló.
- No quiero volver a casa.
    Juan dirigió de nuevo la atención hacia su pequeña amiga. Cuando estaba a punto de hablar, ella retomó su confesión:
- Volvieron a discutir. Él volvió borracho otra vez y discutieron. Oía sus gritos y él le pegaba y le pegaba y luego se fue dando un portazo. Ella no paraba de llorar y luego se metió...la aguja esa...¡Cómo los odio, a los dos! - sus sollozos atrajeron la mirada de la pareja que discutía.
    Juan abrió los brazos y ella se apretó a él. Él la arropó con lágrimas en los ojos, que se secó de inmediato antes de apartarla.
- Tranquila, todo se va a arreglar, ya verás – y le acarició el pelo mugriento y enredado -. Algún día, cuando seas mayor, podrás trabajar y tener tu casa y entonces no tendrás que volver a verles. O quizá mucho antes, ¿sigue yendo Rosa, la de Servicios Sociales? - Alicia asintió -. Pero piensa que tu padre y tu madre, aunque no lo creas, también sufren, porque solo viven para su droga y no conocen otro tipo de vida – por su mente pasó una imagen de sí mismo fumando, un cigarro tras otro, delante de la niña. Sacudió la cabeza para expulsar la inesperada culpa de su cabeza -. Pero tú sí. Sabes leer y pronto empezarás a saber muchas cosas y a conocer gente. Unos intentarán venderte su mundo y a esos deberías evitarlos. Otros solo querrán compartirlo contigo, sin esperar nada a cambio y serán esas personas las que más te ayuden a madurar.
    Alicia respiraba ya con calma, absorta en la adormecedora voz de su amigo.
- Y recuerda – prosiguió – que tú y solo tú eres dueña de tu vida. Aunque a veces tengas que aguantar cosas que no quieres, tu alma siempre podrá ser libre.
    Alicia lanzó un suspiro y Juan le acercó un Kleenex.
- Venga, no llores más (no llores tanto, eso es de niñas). ¿Por qué no llamas a las hadas?
- ¡Sí! - exclamó con repentino entusiasmo.
    Juan la aupó de vuelta a la silla y volvió a su posición de centinela. Hizo ademán de encender otro cigarro, miró a Alicia y guardó el paquete. Ésta se llevó la flauta a los labios y empezó a tocar una melodía dulce: era increíble el talento que tenía.
    Juan se fue sumiendo paulatinamente en un ensueño adormecedor y notó otra vez esa sensación de que algo en su interior se rebelaba y necesitaba ser expulsado a toda costa. Algo muy íntimo, tanto que ni él mismo podía identificarlo. Supo en ese momento que necesitaba bailar, olvidarse de sí mismo por un tiempo. Después de una semana cultivando la mente, el cuerpo le pedía a gritos un poco de atención.
    ¿Qué hora era? Le pareció haberse dormido durante unos minutos, tan profunda había sido su introversión. Pidió la hora al camarero y esperó a que Alicia terminara de tocar para decirle que tenía que irse.
- Vas a salir esta noche, ¿no?
    Juan asintió.
- Entonces no tienes que irte. Quieres irte, que no es lo mismo.
    Juan rió con ganas.
- Desde luego, no se te escapa una – le dio un fuerte abrazo de oso -. Sabes que siempre podrás contar conmigo, ¿verdad? - aún estaba de rodillas, mirándola con una sonrisa.
- Si en vez de diez años tuviera...- titubeó - ¿quince? ¿Serías mi novio?
    Juan reprimió la risa y le respondió con ternura.
- Ser amigos es lo mejor que podemos ser. Ya sabes…
- Carpe Diem – completó ella, con orgullo.

* * *

    Mientras pedaleaba hacia casa, por unos instantes se sintió realmente como el conejo blanco que guiaba a Alicia por el País de las Maravillas y casi podía sentir el tic-tac del gigantesco reloj que le apremiaba a avanzar, siempre adelante, como si huyera de un enorme cocodrilo. Aquella noche, cuya luna proyectaba sus sombras sobre las viejas casa del barrio del Carmen, creando una atmósfera mágica y tenebrosa al mismo tiempo, Juan olvidaría el pasado agridulce y el Futuro incierto y se abandonaría a la pasión. “Carpe Diem, coño”, se animó. “Carpe Diem”.

* * *

    Hacía calor. Las luces de colores psicodélicos, la niebla artificial que le provocaba un intenso picor en los ojos y el intenso olor a perfume y sudor le mareaban y, al mismo tiempo, le inducian a un estado cuasi hipnótico. Aunque no debía beber, por las pastillas, Juan se había tomado ya otras tres cervezas. Esa anónima nostalgia que últimamente le perseguía a todas partes se había ido disipando, abriendo paso al olvido.
    Se acordó de Hamed, al que no había llamado para excusar su ausencia. Se acordó fugazmente de su madre, no sabía por qué, y le entraron ganas de llamarla a Barcelona, donde vivía desde hacía un año con su nueva pareja. De su padre no sabía nada desde el divorcio. Éste nunca se interesó por Juan y nunca lo haría (qué culo tiene ese tío). Sin embargo, a su madre, Latifa, sí la quería. Fue ella quien le contaba antiguas leyendas egipcias, a la hora de dormir; quien le enseñó sus primeras palabras en árabe; quien le había motivado cuando éste se mostraba demasiado impaciente o le había dado seguridad cuando sentía que caía de nuevo en el pozo (¿debería liarme con Iván?). Su padre solo mostró indiferencia, frialdad y nunca le demostró afecto de ningún tipo (¿y si llamo a Susana?).
    Una gota de sudor le cayó en la nariz y decidió salir a que le diera el aire. En la puerta se topó con Miguel, un ex. De forma casi automática se dieron un pico.
- ¿Qué tal? - preguntó aquel con su característica sonrisa perfecta.
- Ni bien ni mal, sino todo lo contrario – alegó Juan.
    Miguel se apartó el flequillo de la cara con un soplido y miró a Juan de arriba a abajo, con evidente rechazo.
- Ya. Vale, ¡nos vemos!
    Juan le siguió con la mirada hasta que desapareció por la puerta. Frío. Indiferente. Qué gran error cometió.
    
    Decidió dar una vuelta para despejarse. Empezó a caminar, algo orgulloso de su impecable aspecto de esa noche. Se reconoció que, de vez en cuando, le gustaba presumir. Pasó por delante de la Goulou, donde una multitud de chicos se arremolinaba. Camisetas ajustadas, perfume de Armani, pantalones de Género Masculino...Y si tuviera rayos X posiblemente descubriría no menos de cincuenta boxers de Calvin Klein. La frivolidad hacía realmente un buen negocio con ellos. Alguno le silbó o hizo un comentario al verle pasar. Juan se habría quedado allí, pero no creía que pudiera resistir más de cinco minutos sus banales conversaciones.
    Recorrió la calle Alta, pasó por delante del Tisana, del Johnny Maracas, de Fox Congo y, por fin, se cansó y sentó sobre el capó de un R-11 rojo, aparcado a la entrad del Welcome. Durante su paseo se había encontrado con punkis, alternativos, skaters, pijos, makineros y casi cualquier tribu urbana que se le pudiera ocurrir. Lo que le gustaba del Carmen era precisamente aquella mezcla de arquetipos, que parecían convivir sin problemas. Lo que no le gustaba era que, a pesar de ello, no dejaban de ser estereotipos. Él mismo había formado parte de los raros, los frikis, los alternativos, los porreros, los gays e incluso frecuentó durante algunos fines de semana Jardines de Sal, la catedral del pijerío, ante la insistencia de una amiga. Siempre se había buscado a sí mismo en otros; creía que él, al mirarse al espejo por las mañanas, podría identificarse, pero no fue así en ninguno de esos grupos. El proceso de madurez era algo muy personal, ajeno al Burger King, a los videojuegos, a las pelis gore, a las drogas o a los rollos de una noche. Esos grupos no habían sido más que una madre virtual para él, como su ex: alguien o algo que le proporcionaba un sentimiento artificial de seguridad, como un ala que le protegiera del exterior. Pero le costó darse cuenta de que la seguridad había que buscarla en uno mismo.
    Juan sintió que empezaba a deprimirse recordando todo aquello y decidió volver a Venial. Bailó, ligó, bebió más de la cuenta y al día siguiente creería haberse enrrollado con un rubio alemán que parecía un clon de Nick Carter. A las seis de la mañana dormía profundamente…

* * *

    El día siguiente lo dedicó a leer una guía turística sobre Egipto. No podía remediar su obsesión por aquel país de hermosura milenaria. Pensó de nuevo en su madre y en Hamed y en la nueva tienda de artículos egipcios en la Plaza del Ayuntamiento. Fantaseó con cómo sería el día en que visitara Giza y el Valle de los Reyes. Fantaseó y fantaseó hasta que se cansó. Regó sus plantas, se echó las cartas del Tarot (lo de siempre), practicó unas katas de Tai-Chi, se duchó y se tumbó en el sofá. Mientras se llevaba un cigarro a la boca, encendió la tele:
    “...nuevo atentado de ETA en…”
ZAP.
    “...petróleo derramado sobre el Atlántico. Mueren…”
ZAP.
    “...la tasa de desempleo asciende…”
ZAP.
...reduce tus michelines con el nuevo Abdominator…”
¡CLIC!
    Dios, cómo está el mundo. Juan cerró los ojos e intentó dejar su mente en blanco. Aún sentía leves punzadas en el hígado de tanto tequila con kiwi. Se había pasado: no recordaba muy bien cómo había vuelto hasta casa. Seguramente alguien le acompañó. ¿Por qué era siempre tan extremista? O amor o conocimiento, o acción o pensamiento, o pasado o futuro, o risa o llanto. En pocas ocasiones había sentido realmente ese equilibrio (si acaso al escribir alguno de sus poemas), ese término medio aristotélico. No podía ser tan difícil alcanzarlo. La filosofía Zen denominaba perfectamente lo que anhelaba: la sonrisa interior.
    Una fuerza irresistible le empujó hacia el espejo de su cuarto. ¿Quién era realmente? ¿Por qué todo le parecía tan banal últimamente? Sintió otra vez ese hormigueo en el estómago y pensó que todo saldría bien. Viajaría a Londres, a Egipto, quizá al Tibet...y ese Ser que había despertado dentro de él se desperezaría y su reflejo en el espejo no sería más que una sombra mortal. Juan sonrió. Se metió en la cama.
    Luz y oscuridad. Miedo y esperanza.
    Cerró los ojos.
    Vida y muerte. Realidad y sueño.
    Suspiró.
    La inmutable contradicción.

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