El bosque
…resbala sobre una noche despreocupada.
Se precipita hacia el punto incoloro
sin rostro,
sin el sabor de su propio aliento…
…Se alzaron sus débiles muros de carne y tras ellos las estrellas buscaron su reflejo.
Nada.
Sólo figuras amables pero vacías, con voz pero sin ella.
Nada.
Retoza entre la hierba, se deja llevar por los juegos bajo la atenta mirada de las Sombras. Y entre sonidos y luces y colores encontró su cuerpo. Pelaje verdoso, hocico inquisidor, ojos de oso, alma de poeta.
Comenzó a andar sobre las plantas de sus rollizas patas. Agujas de oro puro escaparon de su esponja yerma y se clavaron en las Sombras. Pero eran inmunes a su veneno inocente.
Sólo el ruido de la oscuridad monocroma. Él se tambalea sobre un alambre invisible, buscando la orilla de sí mismo. Sus pupilas se acostumbran a las Sombras, penetran violentamente en su verdad. Ya no son Sombras, sino Árboles de piedra. Cientos, miles de árboles petrificados por la terrible mirada de un basilisco cruel o ignorante.
Camina con avidez entre cadáveres de madera gris, busca el aliento de otro corazón joven. Y con rapidez lo encuentra y se esfuma entre la bruma del bosque con igual celeridad.
Caminó y caminó. El leve murmullo de las hojas, cada vez más lejano, era su única compañía. Encontró un camino estrecho y aburrido, donde los mosquitos de carne solitaria y alas de sangre revoloteaban a su alrededor. El zumbido alteró sus sentidos, su mente, todo. Era consciente de las picaduras que empezaron a rasgar su mirada, pero era feliz. Porque era fácil andar por el camino.
La tormenta suicidó su colérica alegría. Ellos huyeron, dejándole asustado y confundido bajo la ácida lluvia del ocaso. Pensó y comprendió; una gota de tiempo perdido se desliza lentamente y destruye el camino ilusorio, obligándole a saltar hacia la maleza del bosque.
Sigue lloviendo. La compañía de las hojas se torna blanca y negra sobre un fondo de sueños. Siente placer, renace la esperanza. Su alma canta una dulce melodía, que se eleva sobre las ramas y hace el amor con la nieve.
Sigue lloviendo, pero un relámpago cae sobre su abrigo y la luz verdosa ilumina su próximo paso. Empieza a tiritar, primero por el frío penetrante y, más tarde, por su propio miedo.
No le gusta lo que daña sus ojos, lo que anula sus oídos, lo que impide su tacto. El dolor oprime su cerebro; es tan agudo y sincero que éste empieza a ignorarlo. Una densa nube de imaginación forzada se forma a su alrededor; el vapor de la desesperación cava insistentemente en la roca dura e inerme; los confines de la duda irracional se desmoronan y se abre la entrada a la cueva de Lo oculto. El corazón del oso se acelera, intenta huir del cuerpo y, finalmente, arde. El fuego luminoso escapa de sus órbitas buscando la vida.
Algo se mueve entre las figuras del frío; embriones del miedo y del desprecio o de una inexplicable sensación de hogar natural, dotados de un cuerpo animal. Él se acerca, reconoce en ellos la belleza, la pureza de lo auténtico. Hablan, se rozan, ríen, juegan, lloran, entrelazan sus manos, entrelazan sus mentes, se fusionan en un solo corazón frágil pero eterno. Ahora son fuertes, enormes; en sus ojos se recrean las flores caducas de pulida plata. Sienten el poder de transformar lo enfermizo en una rosa de cristal. Se creen dioses.
La valentía que nace de la inmortalidad se apodera de ellos y les empuja hacia la entrada. Como un cráneo entre los barrotes de la comodidad, salen despedidos de las profundidades del barro…
…los rayos de luz se esparcen entre la hierba bajo sus patas; asombrados, excitados ante la presencia de un bosque aparentemente distinto, entonan una alegre canción y juntos emprenden el viaje hacia su final.
El oso es feliz. Ahora lo sabe, porque puede tocar la felicidad con sus pequeñas garras. Pero aún le falta algo; le faltan la luna y las estrellas y una chispa ardiente y un profundo cosquilleo en su estómago y en su sexo y la seguridad y el estremecimiento de un sincero “te quiero”. Y, mientras caminan, nota cómo su instinto se acelera: alguien se aproxima, le mira, le abrasa, le atraviesa el pecho con la daga del deseo. Tiene su misma mirada, su misma inquietud, su mismo verdor. El oso se deja llevar por el viento de su espejo y en un alarde de vida se disuelve en amor.
Continúan su búsqueda. Todo es hermoso, todo es la perfección de la Belleza. El bosque parece interminable. Las dudas cobran vida y despiertan a la furia trasnochada de los árboles. Sus ramas de piedra vuelven a crujir ante la horrorizada frustración de los animales, se retuercen y gimen persiguiendo el alma de sus propios hijos.
No hay salida. Los ratones de la soledad consiguen volver a su pasado inerte; las zorras y las hormigas de nervio despierto y sangre contaminada aceptan su lugar al lado de las raíces; el león y el ruiseñor, el uno con sus colmillos y el otro con su canto, se enfrentan a la lluvia de hojas y mueren estrangulados bajo su manto.
El oso etéreo y pocos más escapan hacia un lugar indefinido. De sus heridas brota un largo puente, de tela y mármol, custodiado por un búho vestido con miles de plumas de oro rojizo. Ellos no consiguen respirar, caen de rodillas ante la magnificencia del Guardián.
Susurros; una petición escapa de su pico y aflora en cada uno de sus penitentes. Ellos comprenden sus palabras, comprenden el sentido de su extraño viaje. Se desprenden de su piel, de su mente, de su corazón, de todo lo ahora innecesario. Ahora ya son Uno. Ahora son realmente Dios.
Cruzan el puente y contemplan la Nada…
…resbala sobre una noche despreocupada.
Se precipita hacia el punto incoloro
sin rostro,
sin el sabor de su propio aliento…
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